ames Buchanan quería ser el mejor presidente de Estados Unidos después de George Washington. Pero el dirigente demócrata, que gobernó entre 1857 y 1861, fue todo lo contrario. No solo por su incompetencia o por los escándalos de corrupción, sino, sobre todo, porque durante su mandato su ideologizada negligencia llevó a que el país se partiera entre Norte y Sur y desembocara en una de las guerras civiles más sangrientas de la historia mundial. Hoy los historiadores norteamericanos clasifican a Buchanan como el “peor presidente” de los 247 años de Estados Unidos y lo ubican en el último puesto del clásico Sondeo de Historiadores Presidenciales, que se hace cada vez que un jefe de Estado termina un mandato. En ese ranking, Donald Trump está apenas tres puestos arriba de Buchanan. En el puesto 41 de 44, el ex presidente republicano está lejísimos de quien él proclama como su única competencia por el podio de mejores mandatarios norteamericanos, Abraham Lincoln, que sí encabeza el ranking de historiadores. Brasil tiene una industria de rankings menos voluminosa que la de Estados Unidos. Pero la encuestadora Datafolha, la más grande de ese país, se tomó el trabajo de preguntarle a los brasileños, hace un año, quiénes fueron el mejor y el peor presidente de esa nación. Resultado: el mejor, el primer Lula (2002-2010), con el 37% de los votos; el peor, Jair Bolsonaro, con el 31%. El veredicto de la historia reciente, en los rankings, y de la calle, en las encuestas, fue tan tajante como el de las urnas. Trump fue uno de los tres mandatarios norteamericanos que no logaron la reelección en los últimos 50 años; Bolsonaro fue el único presidente desde el regreso de la democracia (1985). Pero, aun cuando los votantes fueron lapidarios en la evaluación de las presidencias de Trump y Bolsonaro, ambos construyeron una huella profunda en la vida política de Estados Unidos, Brasil y más allá. Con su estilo de choque y división, su desinterés por las normas, su promesa de grandeza, su uso masivo de redes sociales y su agenda social ultraconservadora, los dos ampliaron notablemente sus respectivas bases electorales y dejaron seguidores e imitadores en muchos países. Entre ellos está el próximo presidente de la Argentina, Javier MIlei, de cuyo triunfo tanto Bolsonaro como Trump se sienten un poco dueños. Claro ¿cómo no copiarlos si de ser personajes de los márgenes políticos y económicos de sus países con esas herramientas pasaron a ser presidentes? El dilema de Milei ahora tal vez sea si debe imitarlos también en su estilo de gestión y liderazgo presidencial tanto como lo hizo a la hora de ser candidato. Pese a sus similitudes, el economista libertario tiene un diferente origen y distintos desafíos que sus ídolos profesos: cuenta con una base política más diversa y menos ideologizada y con menos respaldo legislativo que Trump y Bolsonaro cuando comenzaron sus respectivos mandatos. Razón probable del aparente pragmatismo del Milei de la transición. “Hay una diferencia entre Trump, Bolsonaro y Milei. Trump y Bolsonaro le pusieron voz a movimientos conservadores o de extrema derecha que los antecedían, que ya estaban. Milei, en cambio, es el candidato de un grupo muy diverso y nuevo. Eso no le ayuda en el Congreso. Yo lo veo más como [la italiana Giorgia] Meloni, que desde que asumió tiene que hacer un acuerdo tras otro para gobernar. Es una negociación permanente. Y ahora es una política de derecha más o menos normal”, dice, en diálogo con LA NACION desde Washington, la economista brasileña Monica de Bolle, académica del Instituto Petersen para la Economía Internacional. Esos movimientos ultraconservadores hoy idolatran a Trump y Bolsonaro más allá de sus derrotas electorales. Para ellos, pocos jefes de Estado alimentaron el presente y el futuro de grandeza de Estados Unidos y Brasil como ellos. Los datos, sin embargo, construyen otra radiografía de sus presidencias.
Las calificaciones de los referentes de Milei
Por sector
Las frases grandilocuentes fueron y son protagonistas esenciales de la vida de Trump y de sus campañas electorales. Es el estilo con el que primero atrapó a los televidentes y después a los votantes. “Hagamos a América Grande de Nuevo”, “¡Primero América!”, “Solo yo puedo arreglarla”, “¡Yo soy un genio muy estable!”, “La carnicería norteamericana se termina aquí y ahora”. ¿Cuánto de todas esas ambiciosas promesas pudo cumplir el empresario? Economía “Solo yo puedo arreglarla”, fue el grito de campaña de Trump en 2016 sobre una economía que no les terminaba de cerrar a los norteamericanos, pese a que llevaba más de 90 meses consecutivos de crecimiento. Él insiste hoy con que, durante su mandato, la economía de su país se convirtió en una locomotora nunca vista, incluso pese a la recesión por la pandemia, un argumento con el que además busca atraer el voto de aquellos que desconfían de su carácter caprichoso y volátil. Si la lupa se posa solo sobre sus cuatro años de mandato, los números de Trump se prestan para el entusiasmo. Si la mira se agranda, el éxito es bastante más relativo. No solo el contexto matiza el orgullo de Trump, también su legado, sobre todo el de la deuda. El primer año de Trump fue el más significativo para sus promesas electorales y su política fiscal. A fines de 2017, el Congreso aprobó su recorte impositivo, que se basa en reducir de 35% a 21% el impuesto a las corporaciones. La Casa Blanca esperaba que ese beneficio llevara las empresas a multiplicar sus inversiones y que eso, a su vez, se desparramara y dinamizara la economía. En los siguientes años algo de eso sucedió. En 2018, la economía norteamericana creció 2,9%, la tasa más alta en 10 años. El desempleo tocó su piso en cinco décadas y los salarios se apreciaron casi un 4%, también una de las tasas más altas en años. La economía y los mercados ardían. Pero esos números de neón tuvieron una contracara que destruyó un precepto básico de los republicanos, la salud fiscal. Un poco por el recorte y otro por los gastos de pandemia, la deuda norteamericana creció como nunca y llegó al 98% del PBI, la mayor proporción desde la Segunda Guerra Mundial. Fue un logro muy dudoso para el presidente que dijo que pagaría toda la deuda nacional en ocho años. El legado inmediato de Trump tampoco ayuda a su relato. Obama recibió un desempleo de 8% y le traspasó el poder a Trump en 4,7%, mientras que el ex empresario se lo dejó a Biden en 6,3% (pandemia mediante) y hoy está en 3,7%, según cifras de la Oficina de Estadísticas Laborales. El promedio de crecimiento de los años Trump fue de 1,1%, con pandemia incluida. En lo que va del mandato Biden es de 3,3% anual. Salud Si las cifras de la economía matizan el relato de éxito con el que Trump busca volver a la presidencia en las elecciones de 2024, las de salud simplemente lo destruyen. Hoy el exmandatario apela a dos argumentos para sostener su desempeño durante el primer año de pandemia. Apostó, con financiación directa del gobierno, al desarrollo de las vacunas de Moderna y mantuvo la economía lo suficientemente abierta como para no que no se derrumbara tanto como otras. En 2020, la recesión norteamericana fue de solo un 2,8% contra el 4,2% que se redujeron, en promedio, todas las economías avanzadas. Pero otros números acorralan al expresidente que, cuando la pandemia se empezaba a instalar en todos los hogares con su miedo y ansiedad, llamó a combatirla con lavandina. Cuando Trump dejó el poder, en enero de 2021, Estados Unidos, con sus entonces 426.000 muertos por Covid, registraba el 19% de los fallecimientos totales en el mundo, según cifras de OurWorldinData. En ese momento, el país representaba el 4,2% de la población del planeta. Un año después, con la vacunación y otras medidas de precaución en marcha y con Biden como presidente, la proporción de muertos bajó. Los fallecimientos en Estados Unidos (1.008.000) representaban ya un 15% del total global (con la misma porción de población). Política exterior Si otros países hubiesen podido votar en las elecciones norteamericanas, lo habrían hecho, en especial los aliados de Washington. El reclamo y la amenaza constante a los socios históricos de Estados Unidos fue uno de los datos que definieron la relación del presidente Trump con el mundo. Tanto como su sospechosa relación de admiración con Vladimir Putin, la disolución del acuerdo con Irán y su voluntad de levantar un muro para cerrarle la entrada a Estados Unidos a los migrantes. Todos hicieron que los aliados de Washington extrañaran a presidentes anteriores, incluso los más polémicos, como George W. Bush. Pero esas polémicas fueron sobrepasadas por un legado sólido. Tres proyectos centrales de la política exterior de Trump sobrevivieron a su mandato y fueron incorporados como hojas de ruta por Biden: la salida de Afganistán y la decisión de no involucrarse en nuevos conflictos directamente; los acuerdos Abraham para normalizar las relaciones de Israel con otras naciones de Medio Oriente y la guerra política, tecnológica y comercial con China. “El presidente Trump estuvo en lo correcto en tener un enfoque más duro con China”, dijo, en su audiencia de confirmación, en enero de 2021, el ahora secretario de Estado norteamericano, Anthony Blinken, sobre la política con la que el magnate no solo se relacionó con su gran adversario internacional sino con la que capturó los corazones de los grupos más conservadores de Estados Unidos. Política ambiental Parte del desconcierto y enojo con el que los aliados de Estados Unidos observaron los años de Trump se basó en una de las decisiones más fuertes de economía y política exterior de la Casa Blanca. En 2019, Estados Unidos anunció que dejaría el Acuerdo de París contra el cambio climático, el único de los 200 signatarios en abandonarlo y el segundo entre los países más contaminantes del mundo. El resto del planeta se estremeció ante lo que fue un golpe casi mortal para el acuerdo y un momento de orgullo y alegría para el presidente negacionista que, en el invierno de 2017, se burló del calentamiento global preguntándose “cómo puede hacer tanto frío si el mundo se está recalentando”. En la práctica, la administración Trump acompañó esa decisión con la anulación de más de 100 regulaciones anticontaminación y el desfinanciamiento de la agencia de protección ambiental. El impacto fue directo. En 2018, las emisiones de dióxido de carbono volvieron a crecer en Estados Unidos, luego de una década de reducción sistemática, según cifras del Atlas Global de Carbono. Gestión administrativa Las anécdotas sobre el caos dentro de la Casa Blanca de Trump y, más precisamente, dentro de la Oficina Oval, llenaron las páginas de casi 150 libros. Exasesores del entonces presidente, parientes, escritores famosos, periodistas experimentados todos encontraron material para alimentar el boom literario del fenómeno Trump. Desde disparatadas hasta peligrosas, las anécdotas hicieron reír y llorar a los norteamericanos con sus cuentos de asesores que escondían papeles al mandatario para que no firmara órdenes insólitas, de jefes de gabinete que le rebajaban las credenciales de seguridad a los hijos de Trump para que no entraran en su oficina, de un presidente que, a los gritos, y con insultos le ordenó al jefe del Estado Mayor –sin fundamento legal- que reprimiera las protestas contra el racismo luego de la muerte de George Floyd, en 2020. Pero el caos, el nepotismo, los gritos, el despido abrupto de empleados, el hartazgo de los asesores no fueron solo teatro. También trabaron, como no había sucedido en otros mandatos, la gestión administrativa de la Casa Blanca. Trump fue uno de los presidentes que más leyes firmó en su primer año de gobierno, pero en los siguientes tres, estuvo entre los que menos lo hicieron en la historia. Parte de esa caída de la gestión estuvo provocada por la alta circulación de funcionarios en la oficina ejecutiva: fue la mayor tasa de “turnover” para una presidencia en la historia reciente, según el Instituto Brookings. Gestión política Al ritmo de la verborragia tuitera y de los enojos de Trump, la gestión política fue tan caótica como poco exitosa. Pero a los seguidores de Trump no les molestó; todo lo contrario, los atrajo. Trump sorprendió con su triunfo sólido sobre Hillary Clinton en el Colegio Electoral en 2016. Llegó a la presidencia con fuerza y con una Cámara de Representantes y un Senado en manos republicanas. Tuvo todo el poder en 2017, pero a partir de allí no volvió a ganar una elección con contundencia. El presidente menos popular en la historia moderna de Estados Unidos (tuvo un promedio de aprobación anual de 41%, según Gallup) perdió en las legislativas de 2018 la Cámara de Representantes, incluso cuando –según él- la economía rugía. Dos años después fue derrotado por Joe Biden en las presidenciales. La victoria le fue esquiva. Pero el mayor triunfo de Donald Trump no fue electoral; fue político y llegó cuando él ya no era presidente. Durante su mandato, el entonces presidente aprovechó tres vacantes en la Corte Suprema para reforzar la mayoría conservadora por varias décadas. Ese fue el tribunal que, el año pasado, previsiblemente dio de baja la mayor bandera del progresismo norteamericano: el aborto. Y la derecha norteamericana se lo agradece con una idolatría a prueba de balas. EN 2020, Trump perdió el Colegio Electoral y el voto popular contra Biden. Pero, pese al contexto de muerte por Covid, turbulencia civil y recesión, el expresidente ganó 12,4 millones de nuevos sufragios (obtuvo 61,8 millones en 2016 y 74,22 millones en 2020). Esa lealtad política se refleja hoy con nitidez en la interna republicana. Trump la lidera con el 64% de intención de voto; la segunda es Nikki Haley, con apenas el 15%, según un sondeo de esta semana de The Wall Street Journal. Todo pese a los cuatro procesos legales que enfrenta el magnate. Parte de Estados Unidos y del mundo tiemblan ante la posibilidad de una nueva presidencia Trump, pero el ex mandatario disfruta de su astucia política y promete venganza en caso de volver a la Casa Blanca. Calidad democrática El periodista norteamericano Sean Hannity le preguntó esta semana a Trump si él se comportaría como un dictador en caso de volver a ser presidente. “No… salvo en el primer día”, dijo Trump, con tono burlón y con impunidad, en una declaración que a una parte de Estados Unidos le sonó a confirmación del carácter autocrático del ex mandatario. No hace falta semejante frase para verificar el espíritu autoritario de Trump. Entre el 3 de noviembre de 2020 y el 20 de enero lo puso en evidencia una y otra vez con su incapacidad de reconocer su derrota, con su aliento a los grupos que atacaron el Capitolio y con su ausencia en el traspaso del poder. El índice V-Dem de calidad democrática, uno de los más prestigiosos, registró esos años de recesión democrática en Estados Unidos con claridad. A partir de 2016, sus índices de Participación, Democracia Liberal, Democracia Electoral y Democracia deliberativa se derrumban, incluso por encima del punto al que cayeron en 2000, cuando Bush y Gore estuvieron meses para determinar quién sería el sucesor de Bill Clinton.
Poco tiene y tuvo de outsider Bolsonaro. El excapitán fue diputado durante casi tres décadas; alejado de los grandes bloques partidarios, como legislador tuvo poca actividad y menor influencia. Pero como un político con discurso nostálgico del orden de la dictadura, desconfiado de un Estado muy participativo y apegado a una religiosidad estridente, Bolsonaro de supo aprovechar un momento particular de la historia de Brasil para formar una coalición ganadora en 2018. Al hartazgo de los brasileños con la corrupción del PT, con la obstinada recesión y con una inseguridad en alza, el respondió con “Biblia, bala y buey”. Valores conservadores, seguridad a toda costa y economía liberada, con eso y con un tono mesiánico, Bolsonaro les prometió a los brasileños un renacer. Economía Bolsonaro llegó al Planalto, el 1° de enero de 2019, también con la promesa de una motosierra a su manera para despertar una economía que apenas había crecido en la década anterior. Salud fiscal, una lluvia de reformas (previsional, fiscal y administrativa), una ley anticorrupción, fueron las principales promesas para revivir la potencia económica de Brasil. Apenas logró algunas de sus promesas y, como con Trump, sus números brillaron en el recorte parcial pero el contexto opacó todo brillo. Sin un Congreso favorable y con mucha dificultad para negociar alianzas, Bolsonaro apenas logró pasar una de sus reformas, la previsional, que ya contaba con apoyo de antes de su mandato. Sus números de crecimiento fueron débiles, aun cuando el relato de Bolsonaro y Paulo Guedes, su ministro de Hacienda, buscara reflejar lo contrario. El promedio de crecimiento anual de Bolsonaro fue de 1,5%, el más bajo del siglo junto con el del segundo mandato de Dilma Rousseff. Por su puesto que la mayor parte del gobierno Bolsonaro estuvo atravesado por la pandemia. En 2020, la economía, que apenas había crecido el año anterior, se derrumbó un 3,3% contra un 6,3% para el resto de la región. La recuperación no fue tan sólida como la de América latina: un 5% contra el 7,5% regional, según el FMI. El mejor año de Bolsonaro fue el último, 2022, cuando la economía avanzó un 2,9%. Allí, sin embargo, Bolsonaro desplegó un “plan platita” con el contradijo todas sus promesas de 2018: amplió subsidios, perforó el techo de gasto, negoció con los legisladores con presupuestos secretos. Todo para ganar. No le alcanzó, aún cuando la inflación y el empleo estaban a la baja, el comercio internacional se aceleraba y el agro batía récords. Salud Como a Trump, a Bolsonaro no le faltó polémica por abrazar durante los años de Covid. El presidente empezó la pandemia llamando al virus “gripezinha”, la continuó con amenazas de mandar a las fuerzas armadas a levantar las cuarentenas impuestas por los gobernadores en los estados y la terminó demorando la compra de vacunas. Los números fueron entonces impiadosos con Brasil y, eventualmente, lo fueron con él en las elecciones. Segundo detrás de Estados Unidos en el número de muertes, el país más grande América latina registró, cuando la pandemia llegó a su fin, el 10% de los fallecimientos globales por COVID (693.000), según OurWorldinData, pese a representar apenas el 2,9% de la población planetaria. Las cifras son igual de estremecedoras a la hora de analizar la vacunación. En diciembre de 2021, cuando la inmunización ya estaba en marcha en todos los países, Brasil –uno de los países con más experiencia en campañas de vacunación- había inoculado solo al 77% de su población. Ese porcentaje lo ubicaba en el quinto puesto de América del Sur, detrás de Chile, la Argentina, Uruguay, Ecuador y Brasil. Política exterior Pocos presidentes tuvieron el mérito de estar distanciados, en algún momento de la historia de esta década, con Estados Unidos y China a la vez. Mientras la mayoría de las naciones del mundo hacen acrobacias para mantener un lazo rico con ambas al mismo tiempo sin alienar a una u otra. Con China por comunista y con los Estados Unidos de Biden (cuyo triunfo no reconoció) por socialistas, Bolsonaro apenas pudo mantener un diálogo aunque su gobierno sí logró hacer fluir los canales comerciales. En la región, su inexistente relación con Alberto Fernández ayudó a dejar en punto muerto al Mercosur mientras la ideologización de la política exterior hacía que Brasil también perdiera peso como el líder excluyente de la diplomacia del continente. Pocas imágenes describieron mejor el aislamiento de Bolsonaro en el escenario global que el presidente comiendo solo durante un cocktail en la cumbre del G20 en Roma, en 2021. Política ambiental Con pocos temas se mostraba más orgulloso Bolsonaro que con su negación del cambio climático. No fue solo una postura para atraer el voto de los sectores más conservadores, fue una política pública que definió la salud ambiental, el perfil económico, las posibilidades comerciales y la política exterior de Brasil. Los números más descarnados del negacionismo de Bolsonaro son los del desmonte. Según el Instituto Nacional para la Investigación espacial de Brasil, la tala llegó un récord en los cuatro años de Bolsonaro. En 2022, la superficie deforestada fue de 11.562 kilómetros cuadrados, la mayor en 15 años, un fenómeno que expandió la frontera agrícola pero que bloqueó la posibilidad de que la Unión Europea continuara con la negociación del acuerdo de libre comercio con el Mercosur. Gestión administrativa La industria editorial brasileña no es tan fuerte como la norteamericana. Sin embargo, anécdotas de desorden, peleas y caos no faltaron en los años Bolsonaro para llenar páginas de libros. Los 100 primeros días de su gobierno fueron una muestra rápida pero completa de lo que sucedería en el resto del mandato. Antes de que se cumpliera ese lapso, el jefe de Estado ya había despedido a dos ministros (el de Educación y al secretario general de la presidencia), había provocado una polémica con su propuesta de conmemorar el golpe de 1964 y se había peleado con los principales líderes de un Congreso en el que tenía bancada minoritaria. Los escándalos del gabinete, los caprichos y reclamos del presidente y las dificultades para gobernar continuaron todo el mandato y potenciaron las internas en una administración fracturada en tres: el ala militar, el ala ideológica y el ala económica. Ese caos boicoteó permanentemente la eficacia del gobierno para asegurar sus proyectos claves. Según el Observatorio Legislativo Brasileño, en 2019 el Congreso aprobó el 30% de los proyectos aprobados por el gobierno; en 2020, el 42%; en 2021, el 29%, la cifra más baja para un presidente. Gestión política Ese año, 2021, precisamente fue uno de los peores de Bolsonaro. Se acumularon sus polémicas, sus enfrentamientos con la Corte Suprema, las sospechas de corrupción sobre sus hijos, la demora en la vacunación. Tanta debacle hizo que el presidente empezara el año en el que iba por la reelección con un récord de rechazo, que llegó a 54%, según Datafolha. Ningún presidente brasileño que alcanzó un segundo mandato entró al año final del primero con más de 29% de reprobación. Pero la base de Bolsonaro lo idolatraba tanto como los conservadores a Trump. La liberalización en la tenencia de armas y la baja de la tasa de homicidios, la expansión de la frontera agrícola y el auge del agronegocio, el énfasis en los valores religiosos y el crecimiento de los neopentecostales actuaron como barrera de contención, como salvavidas político ante una inundación de números desfavorables. No fueron esos fenómenos suficientes para ganar las elecciones ante Lula da Silva. Pero sí para asegurarle números de votos asombrosos a Bolsonaro en la primera y segunda vuelta y para consolidar un movimiento de derecha que ya tiene candidatos para 2026. Calidad democrática Bolsonaro siguió el manual de Trump y de sus fanáticos: cuestionamiento de los resultados electorales, insistencia en el fraude, ataque masivo a las instituciones como demostración de fuerza política. Un final caótico y peligroso para una recesión democrática que, en Brasil, empezó a acelerarse en 2016 con la destitución de Dilma y que el índice de Calidad Democrática describe como uno de los más marcados de la región en la última década. Bolsonaro, a diferencia de Trump, fue su propia víctima. La Justicia brasileña lo inhabilitó por ocho años precisamente por cuestionar un sistema electoral que da muestras de salud constantemente. Debilitar la democracia tiene su precio.
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