Una tarde, al salir del Banco donde trabajaba, uno de mis compañeros de tareas, Gabriel, con el que no tenía gran afinidad y solo había cambiado el saludo de rigor y alguna que otra palabra, se acercó a mí. Sin demasiado preámbulo dijo
-- Me contaron que eres escritor o algo así.
-- Soy algo así, le respondí, con un dejo de ironía.
-- Nunca hemos hablado mucho, ni nos conocemos, aparte del trabajo...
Dejó la frase sin terminar, alargando la pausa.
-- Es así.
-- Ni siquiera estamos en el mismo sector...
Otra frase inconclusa, con nueva pausa.
-- Es así
Estaba cansándome con sus largas pausas.
-- Ni participamos de...
No lo dejé terminar y contesté con violencia.
-- Perdoname, pero estoy apurado por llegar a casa, lo interrumpí ya molesto por interponerse en mis planes.
-- No, no. Te pido disculpas por no ir al asunto, pero es un tema que me cuesta hablarlo, porque aún me duele.
Esta declaración cambió absolutamente mi actitud, y despertó la curiosidad. Al fin y al cabo yo quería escribir historias de mi ciudad, y no sé porque intuí que detrás de todo este palabrerío inútil podía haber algo interesante.
Suavizando totalmente mi tono, le dije
-- Está bien... está bien. Discúlpame vos a mí, pero en estos días todos estamos muy nerviosos. ¿En qué puedo ayudarte?
Pensó un momento y, tomando aire, contestó
-- Me avergüenza un poco hablar sobre esto, dijo, porque nunca se lo dije a nadie.
-- Espera, no comencemos de nuevo, lo interrumpí, mientras que a esas alturas yo imaginaba cualquier cosa, de las más disparatadas, como que se habría enamorado de mí o alguna cosa por el estilo.
Pensé ¡Por Dios! ¿Qué estoy pensando? ¿Estaré volviéndome paranoico?
Él contestó, sacándome de mis morbosas elucubraciones,
-- Es algo que me pasó con una mujer, hace más o menos, unos seis meses atrás, dijo, tranquilizándome en el acto.
Habíamos caminado, sin darme cuenta, unas dos cuadras. Lo invité a tomar algo en el bar de una esquina.
Una vez que el mozo atendió nuestros respectivos pedidos, lo animé a que me narrara su historia. ¿Porqué será que todos mis encuentros con las personas que me contaban sus cosas, eran en un bar? ¿Estaré volviéndome adicto a los bares?
Comenzó hablando muy despacio y poco a poco se fue animando.
“Hace unos seis meses, como te dije, conocí a una mujer, especial, hermosa, muy dulce, con unos ojos en los que me perdía cuando la miraba.
Comenzamos a encontrarnos y a conocernos. Percibí que ella también sentía algo por mí, pero esto no se pregunta, hay que ir poco a poco, tratando de llegar al alma del otro, y dejar que el otro entre en nosotros.
Ambos sentíamos que el amor crecía dentro de nosotros hasta que, un día, nos sinceramos. Desde allí nos vimos absolutamente todos los días. Ella era casada, y yo, viudo desde hacía ya varios años, por lo que nos tratábamos con sumo cuidado para no lastimarnos. Y en su caso para evitarle complicaciones con su entorno familiar. Con ella sentí que había encontrado el gran amor, ese que uno no imagina y aparece a la vuelta de la vida.
Al comienzo sólo conversábamos en el ómnibus que compartíamos a la noche, pues vivíamos relativamente cerca, uno del otro, de regreso a nuestras respectivas rutinas hogareñas. Luego comenzamos a encontrarnos en mi departamento, a medianoche, cuando ella escapaba de su casa para vernos. En esos encuentros y durante dos o tres horas permanecíamos juntos, haciendo el amor. ¿Cómo explicar esos momentos?”
Hizo una pausa. Y se hundió en el silencio. No quise interrumpirlo y dejé que volara vaya a saber por qué cielos.
A todo esto, Gabriel se dejó llevar por sus recuerdos: “Nunca antes había estado con una mujer así. Y ella respondía que tampoco nunca había estado con un hombre como yo. Comenzábamos besándonos apasionadamente, quitándonos la ropa, lentamente, hasta que los dos estábamos totalmente desnudos, uno en brazos del otro. Luego, con una suavidad que ni yo imaginaba que tenía, dejaba correr mis dedos por su piel, acariciaba el lóbulo de sus orejas, que eran pequeñitas y muy sensibles, y ella reaccionaba acurrucándose contra mi pecho. Sus labios respondían, ávidos, a mis besos. Mi boca amamantaba en sus pechos, mientras ella acariciaba mi nuca, mi pelo y mi cara. Volvía a sus labios, besaba su cuello, mientras mi mano bajaba hasta sus piernas, hasta su nido de amor, y mis dedos sentían su calor y su humedad. Ella se colocaba sobre mí y yo entraba en ella, mirándonos a los ojos, sintiéndonos caminar en las nubes, hasta llegar al instante increíble.”
-- ¿Ya estás de vuelta de tus pensamientos? Pregunté, luego de una buen rato de silencio.
-- Discúlpame, pero es que son recuerdos muy fuertes.
-- ¿En que pensabas?
-- En lo intensos que eran nuestros momentos de intimidad. Sigo contándote mi problema, si no estás aburrido de esta historia. Y continuó
“Ella tenía planeado un viaje, por motivos personales, durante un mes, a Europa, desde antes de conocerme, que no pensaba suspender, cosa con la yo concordaba, pues entendía sus razones. Luego de dos meses de vernos prácticamente todos los días, en realidad, a medianoche y hasta la madrugada, llegó el día tan temido por mí. Ese sábado fui al aeropuerto y desde lejos, sin acercarme, pues estaba toda su familia, la despedí, lanzándole un beso, mi último beso. De esto ya pasaron seis meses, y ella aún no volvió. En realidad no he vuelto a tener noticias de ella, ni una carta, ni un llamado por teléfono. Pregunté en la empresa donde trabajaba y dijeron que no sabían nada. Recorrí los lugares que recorriéramos juntos, y nada. Llamé a una amiga de ella que, por supuesto no me conocía, con una excusa tonta, preguntando si sabía algo, y tampoco.
Recordé que ella me había confiado que, antes de conocerme, estaba enamorada de un ex compañero de la secundaria, con el que se encontrara hacía ya más de tres años, y con quien había pasado una semana inolvidable, antes que él regresara a Europa, donde vivía. Inmediatamente pensé que se habría encontrado allí con él, y que habría decidido quedarse, y en ese momento mi mundo y mi corazón se hicieron trizas. Desde entonces estoy en una especie de coma consciente. Muchas noches mis lágrimas quedaron en la almohada. Por un lado ella se sinceró conmigo, poco antes de partir, diciéndome que me amaba. Por el otro, su no regreso dejó heridas que aún hoy permanecen abiertas, llorando su dolor. Desde entonces vivir se transformó en una tortura del alma, sin poder superarlo...”
Calló sin concluir la frase. Se produjo un silencio profundo, durísimo, que ninguno de los dos estaba dispuesto a romper. Yo había quedado sorprendido con su triste historia. Al cabo de un tiempo larguísimo, recuperé la cordura, y tratando de levantarle el ánimo dije
-- ¿Porqué no te das tiempo para elaborar la pérdida? Podés contar conmigo cada vez que desees desahogarte o necesites un apoyo. Entre dos siempre es más fácil.
-- Te agradezco tu preocupación, pero ...
Contestó como siempre, sin terminar.
-- Nada de peros. El domingo nos vamos a la cancha a ver algún partido de fútbol, luego comemos un buen asado, bien regado con vinos de primera clase, y listo.
A partir de allí entablamos una amistad bastante fuerte. Yo mismo estaba sorprendido de cómo alguien con quien no tenía ninguna afinidad, de repente se transformaba en un excelente amigo.
Pasó el tiempo y no hablamos nunca más de lo que me contara ese día. Compartimos momentos buenos y de los otros, pues nuestro país estaba sufriendo una fuerte crisis económica y política, y se sucedían los estallidos sociales.
Un día, casi un año después de nuestra primera conversación, Gabriel se acercó a mí y sin muchas vueltas dijo
-- Renuncio al Banco. Voy a dedicarme a lo que siempre quise hacer y no me animaba. Compraré una casita donde vivir, solo, por supuesto, para tratar de olvidar, y allí pondré un negocio de artesanías, en algún pueblito de las sierras, donde siempre serás bienvenido.
-- Estoy totalmente sorprendido. Aprecio muchísimo tu amistad, y voy a extrañarte, pero si ese es lo que deseas hacer, no debes quedarte con las ganas. Y realmente espero que puedas olvidar. La vida, por una mala, te devuelve una buena.
Luego que se fuera quedé sumamente dolorido por el amigo que se iba, y por la forma estúpida en que terminara todo, una vida plena, un amor sin resolver.
Diez meses después que se fuera, en los que lo visité cada tanto, en su casita de las sierras, la vida volvió a sorprenderme. Estaba trabajando en mi oficina, cuando mi secretaria me anunció que una persona, que no había querido dar su nombre, preguntaba por mí, por temas personales. Curioso, como siempre, decidí atenderla. Era una mujer realmente hermosa, con unos ojos impactantes, profundos, y una figura que atraía las miradas de aquellos que la veían pasar. Dispuesto a escucharla, luego de saludarla, la invité a sentarse.
-- Me llamo Marina, dijo, sin que esto aclarara nada.
No contesté, dándole tiempo a ordenar sus ideas.
-- Me dijeron que usted era muy amigo de Gabriel.
Una pequeña luz comenzó a encenderse en mí.
-- Si, contesté, secamente
-- Yo soy la mujer de la que, seguramente, Gabriel le habló.
-- ¿Y qué quiere de mí? Dije, ya con tono desagradable.
-- Entiendo que esté molesto conmigo, pero quiero explicarle lo que no puedo contarle a él, contestó, casi con lágrimas en los ojos, porque quizás así quiera ayudarme a encontrarlo.
Y comenzó su relato.
-- Cuando me fui, mi intención era volver en no más de treinta días. Nunca he amado a nadie tan profundamente como lo amo a él. Nunca me sentí amada así, como me amaba él. Quería que pasáramos el resto de nuestras vidas, juntos. Hasta el momento de irme, en lo perceptivo y en lo sexual, nos entendíamos a la perfección. Solo nos quedaba acercarnos desde lo doméstico, para complementarnos totalmente. Pero a raíz de los graves incidentes que se sucedían aquí, mi marido viajó a Europa, diez días después que lo hiciera yo, decidido a que nos mudáramos a vivir en España o algún otro país, por lo que no pude regresar, hasta ahora, luego de haberme divorciado de él.
-- ¿Y porqué nunca una carta, un llamado telefónico? Le recriminé.
-- Porque, a esa altura de los acontecimientos, ya no tenía el control de lo que sucedía, y cualquier forma de contacto hubiera generado en Gabriel una obligación de espera, que yo no sabía si podría corresponder. Y lo amo tanto que no quería atarlo a algo que podía ser un imposible. Él tenía derecho a rehacer su vida sin mí. Y ahora que he vuelto puede ser tarde, pero necesito encontrarlo para explicarle lo que pasó, concluyó, llorando.
¿Qué decir ante una situación así? Solo me atreví a pedirle un café, y a esperar que se calmara.
Pasaron largos minutos hasta que logró retomar el control.
-- ¿Y ahora, que quiere de mí? Pregunté.
Me miró como a un niño que no comprende las cosas que se le explican. Me sentí un imbecil con mi pregunta.
-- Quisiera que me ayudara a encontrarlo. Me dijeron que usted es el único que puede saber donde está.
-- ¿Cómo sé que no volverá a lastimarlo?
Otra mirada comprensiva.
-- Le aseguro que mi intención es darle el resto de mi vida, y resarcirlo del daño que le he causado, pero no sé si él lo aceptará.
Dudando, con mucha desconfianza, porque tampoco sabía si él ya la habría olvidado, le di la dirección, que anotó en un papelito que guardó con muchísimo cuidado, en su cartera.
-- Le agradezco que me escuchara, y aceptara ayudarme, dijo con una dulzura que me conmovió.
Se levantó suavemente, como no queriendo romper el hechizo de nuestra conversación, me dio la mano y se retiró.
Varios meses después los encontré, a Gabriel y a Marina, tomados de la mano, paseando por el centro de la ciudad. Se acercaron a saludarme. Él, con todo el amor que sentía, que había recuperado, reflejado en su rostro. Y ella, con esos ojos que yo no había olvidado, mirándolo con toda la ternura de quien está totalmente enamorado.
En ese momento envidié a mi amigo por tener el amor de tan extraordinaria mujer. Como un homenaje a ese amor decidí que era una buena historia de ser contada, en este mundo nuestro, tan agresivo y conflictuado.