Soy de físico esmirriado, delgado y alto, más de 1, 80 metros de altura, no doy el tipo de deportista, sino más bien el de intelectual. Mi nombre, Horacio. Cabello castaño claro, lacio, muy largo, suelto, más abajo de los hombros, casi siempre con el flequillo en la cara. Ojos color miel, y según dicen quienes se detienen en ellos, muy dulces, a veces tristes, que miran todo con gran curiosidad, pues aun logran sorprenderme las cosas simples. Manos estilizadas, casi de mujer, con dedos largos de pianista (alguna vez mi madre soñó para mí, una vida de concertista, por lo que pagó durante un largo tiempo mis lecciones de piano) Cara delgada y huesuda, en esa época con una barba al estilo Abraham Lincolm. Nunca acostumbrado al trabajo duro, para mí es un placer leer mucho, de todo, sin preferir un tema o un autor en particular. Aprendí, durante el transcurso de los hechos que les voy a narrar, a desconfiar de los estereotipos y los ídolos, ni admirar lo que todos admiran, aunque no lo entiendan, por que no quieren parecer estúpidos por pensar diferente.
En ese tiempo era lo que, en la época de mis padres, hubieran denominado un “nene de mamá”, y hoy llaman un “mantenido” o “vividor”. Hoy tengo 32 años, pero en el momento en que ocurrieron los hechos que voy a narrar, rondaba los 25. ¡Ya han pasado 7 largos años desde que todo terminó, y su recuerdo aún vive en mí!
Cuando todo comenzó, yo estudiaba Abogacía, por que ese era el sueño de mi padre, para continuar con la tradición familiar, pues mi abuelo había sido Abogado, de los que defendía a los ricos y poderosos que podían pagarle altos honorarios, y hoy también él es Abogado. Mi abuelo fundó el Estudio, que luego continuó mi padre y que, para cuando yo obtuviera el título, heredaría para seguir dándole fama y poder al apellido, como lo habían hecho ellos. Y mi madre, Contadora Pública, número dos de un importante Estudio de Contadores, asociados a su vez con otro Estudio, internacionalmente conocido.
Teníamos un muy buen pasar económico, sin necesidades fundamentales. A ellos sólo les preocupaba lo que ocurría en su propio entorno y nada más, lo mismo que a mí. En casa, durante las comidas, se hablaba mucho de política. Mis padres estaban muy contentos con la globalización, pues les permitió adquirir cosas del “Primer Mundo”, autos importados, teléfonos celulares, viajar por todo el mundo, y otras estupideces como esas. ¡Se asombraban y sorprendían de los mendigos y la pobreza de otros países, y ni siquiera se fijaban en los mendigos ni en la pobreza que habían provocado las distintas políticas económicas en nuestro país, aplicadas en favor de la clase dirigente, que ellos tanto admiraban!
Vivíamos en uno de los barrios más caros y elegantes de la ciudad, sobre una avenida con un cantero lleno de plantas y flores al medio, bordeada de hermosas mansiones, negocios caros, confiterías y restaurantes famosos y muy concurridos, pubs donde escuchábamos música, tomábamos unos tragos, y nos reuníamos con gente como nosotros. Además, mis padres estaban construyendo una gran casa en uno de los countries de moda, a donde nos mudaríamos cuando estuviera terminada, pues decían que la ciudad se había vuelto muy peligrosa, y era necesario resguardarse de los delincuentes que, según ellos, eran todos aquellos que no eran como nosotros, la “negrada”. ¡Falsa seguridad que, muchos como ellos, deseaban! ¡Como si un simple alambre tejido fuese una buena barrera de contención, al estilo de las murallas de los castillos feudales, si hubiera un estallido social!
Retomando el tema de mis estudios, en realidad yo decía que estudiaba, pero prácticamente no iba a la Facultad, ni rendía materias hacía ya bastante tiempo, pues a mi no me interesaba otra cosa que escuchar música, beber alcohol, fumar un porro de vez en cuando y estar con mis amigos, pero a ellos, a mis padres, les hacía creer que sí cumplía con la Facultad porque, en caso contrario, me volverían loco con sus consejos sobre el futuro y todo eso que para mí eran pavadas, que veía tan lejos y que, en ese momento, no despertaba mi interés.
En esa época salía con una amiga de la infancia, Miriam, hija de un socio, también Abogado, del Estudio de mi padre, que vivía cerca de mi casa. Ambas familias cultivaban una muy vieja amistad, desde que ella y yo éramos niños, y todos estaban convencidos, hasta yo, que algún día nos casaríamos y formaríamos nuestra propia familia al estilo de la de nuestros padres. ¡Era la consecuencia lógica de una relación aceptada familiarmente, y era lo que se esperaba de mí!
De mi grupo de amigos, algunos jugaban al rugby, y otros a los que no nos ayudaba el físico, como a mí, al tenis. Y era lo único que nos importaba. Eso y las mujeres con las que salíamos y nos acostábamos, sin comprometernos en nada demasiado complicado. Y por supuesto, la competencia de quién tenía el mejor auto, con el mejor equipo de música. ¿Los pobres, los indigentes, la situación económica de la mayoría? ¡Ni nos preocupaba! Al contrario. Despreciábamos a todo aquel que no fuera de nuestra clase social. ¡Y por supuesto, yo estaba totalmente convencido de que así debía ser, pues para eso nuestros padres tenían dinero!
Hasta que ocurrió lo que ocurrió.
La conocí una madrugaba. Venía caminando por la vereda de la avenida cuando vi a un grupo de personas que parecían golpear a otra, entre gritos y forcejeos. ¡La situación provocó en mí un miedo paralizante, por lo que ni siquiera me arrimé a ayudar! Observando detenidamente, desde la falsa seguridad que me daba el árbol, detrás del que estaba escondido, reconocí a alguno de mis amigos que, en ese momento, cesaban en su ataque y se retiraban, riendo e insultando, en la dirección contraria a la que me encontraba.
Luego de un tiempo prudencial y cuando pude vencer mi miedo, me acerqué despacio al lugar y la vi. Parecía asustada. Estaba semidesnuda, en el suelo, apoyada contra la pared de una casa, en la oscuridad, llorando ahogadamente.
-- ¿Qué te pasa, que llorás? Pregunté.
Me miró de reojo y no contestó.
Insistí varias veces, hasta que por fin, entre sollozos, balbuceó algo que no entendí.
Me acerqué. Temblaba de miedo. Ella levantó su rostro, mirándome primero con temor, pensando que mi actitud era la de quitarle el dinero. Luego, con amargura. Por último, su expresión cambió a indefensa y desvalida.
-- Hey, dije zamarreándola, pregunté que te pasa, insistí entre curioso y preocupado,
Le tomé la mano. Cuando se tranquilizó, contestó,
-- Me golpearon. Se aprovecharon. Eran muchos, no pude defenderme. Grité, nadie me escuchó ni vino en mi ayuda.
Yo recordé que había estado escondido, viendo lo que pasaba, con el temor de intervenir, con el famoso ¡No te metás!.
La ayudé a levantarse, tenía la ropa desgarrada y la cubrí con mi saco. Hacía frío esa noche.
-- ¿Cómo te llamas?
No respondió.
-- Te pregunté tu nombre, nada más, insistí.
-- Vanesa, contestó, con un dejo de duda.
-- ¿Vamos a la policía, a hacer la denuncia?
-- ¡No, a la policía, no! Ellos van a decir que yo me lo busqué, que me lo tengo merecido por andar provocando.
Caminamos despacio por la vereda un par de cuadras. Le pregunté si quería tomar algo caliente. No contestó.
El bar de la esquina seguía abierto. La poca gente que aún estaba en él, nos miró al entrar. Llamaba la atención por su aspecto desaliñado. Nos sentamos.
-- ¿Querés comer algo? ¿Qué querés que te pida?
Ella dudó un poco, pero finalmente respondió,
-- Cualquier cosa.
-- ¿Una milanesa con puré?
En ese momento levantó la vista, y me miró a los ojos.
-- No. Prefiero un café cortado. No estoy bien para comer, aun me duele el cuerpo donde me golpearon.
-- Mientras te lo traen ¿Porqué no vas al baño, y aprovechás para lavarte y arreglarte un poco?.
Cuando volvió su aspecto había mejorado bastante.
Se sentó. Me miró varias veces, evaluando que actitud tomar con respecto a mí. De pronto, sin introducción previa, comenzó a contarme su historia, probablemente porque intuyó que podía confiarme sus cosas.
-- En realidad, me llamo Rosa, pero para trabajar uso otro nombre
Era prostituta. De profesión, prostituta. Su madre había sido prostituta y, quizás, su abuela también. Lo eran sus hermanas, sus primas, y todas las mujeres de su familia, pues no conocían otra forma ni tenían otra posibilidad de conseguir dinero para sobrevivir.
No era muy alta, pero con más o menos buenas líneas, con pechos firmes, un trasero bien proporcionado y esbeltas piernas, que la convertían en una prostituta atractiva.
Su cara no acompañaba su figura. De rasgos poco agraciados no atraía las miradas. Nariz chata, como la de un boxeador, producto probablemente, de algún golpe violento, que la había deformado. Pómulos excesivamente sobresalientes, mentón pequeño. El pelo, que alguna vez había sido negro, estaba hoy teñido a la moda, color remolacha, alisado luego de horas de trabajo, aunque se percibía enrulado. Pero sus ojos oscuros, como el café, lo que atraía especialmente de aquel rostro, tenían brillo propio, eran vivaces y expresaban una dulzura y una inteligencia que yo no esperaba encontrar en alguien como ella.
Su ropa de trabajo consistía en una remera muy ajustada, con escote bajo, que resaltaba sus senos, una pollera de jeans muy corta, que apenas le cubría el trasero y unas medias de lycra transparentes, que remataban en unos zapatos de tacón aguja, muy altos, negros, prolijamente lustrados, que le daban un aire de elegancia y sensualidad al caminar. Estas prendas sólo las usaba para trabajar, y las cuidaba como sus más preciados bienes.
Durante el día vestía una camisa bastante holgada, unos pantalones de jeans, unas zapatillas viejas, que denotaban el uso y abuso que de ellas se hacía, y un pulóver de lana muy viejo.
Y no tenía más ropa, salvo una campera de nylon para protegerse del frío en invierno.
Vivía en una casilla con dos paredes de ladrillos semiderruídas, sin revoque, otra de cartón corrugado y maderas de todos los tipos y colores, y el frente y el techo de chapa acanalada sacada vaya uno a saber de donde. En el techo gran profusión de piedras para que el viento no lo volara. No había ventanas, solo una puerta hecha con bolsas de arpillera, que se trababa de noche con palos para otorgar una sensación de privacidad que, en realidad era solo eso, una sensación.
La casilla estaba ubicada en una de las tantas villas miseria que abundaban en la ciudad, luego que las distintas, pero con iguales resultados, políticas económicas arrasaran con las empresas. La habitaban personas, y digo bien, personas, que fueron marginadas del sistema o que nunca pudieron estar en él, que trabajaban en changas, que trataban de mantener un viso de humanidad, mezclados con algunos elementos dedicados a delinquir, que atemorizaban al resto, y de los cuales no podían desprenderse.
Ella vivía allí, con su hijo de tres años, producto de un desgraciado que le dio unos pesos a su madre, y que se aprovechó de su credulidad, cuando tenía quince años.
El chico era toda su vida, y por él trabajaba todo lo que podía, ahorrando hasta el último centavo, para pagarle los estudios y que pudiera salir de la villa, no a la cárcel como muchos de los adolescentes de allí, sin otra alternativa, sino con mejores opciones, como era su sueño.
No siempre el dinero abundaba. La situación general era difícil. Hacía ya tiempo que la crisis económica afectaba a todos. Muchas veces se quedaba con hambre, con el plato vacío, pero a su hijo no le faltaba alimento ni fruta, y no dejaba de guardar algo para el futuro, que ella soñaba distinto.
No se enredaba con nadie, a pesar que alguno de los matones del lugar se aprovechaba de ella. Cuando digo se aprovechaba, me refiero a que abusaba de ella, sin pagarle y, además, le sacaba los pocos pesos que allí tenía. Pero lo aceptaba como una forma de obtener protección, aunque no le hubiera servido de nada resistirse pues, lo más seguro es que la hubieran golpeado, incluso matado, sin que nadie hiciera nada por ella, como eran las reglas en la villa.
Pasaron unas horas. Habló todo el tiempo, prácticamente sin que yo la interrumpiera. De sus comienzos, de su pasado, de lo injusta y difícil que había sido su vida. De lo único que no se arrepentía era de haber tenido a su hijo, el principal motivo para seguir adelante. Dijo,
-- Quiero para él lo mejor, que no viva ni sufra como yo. Por él hago esto, que no me gusta, que me da asco, pero no tengo otra alternativa, no conozco otra salida.
Ya era de día cuando dejamos el bar.
Mientras la acompañaba de vuelta a la villa, me dijo,
-- Vení, vamos a casa, quiero estar con vos.
-- No tenés por que hacerlo, balbuceé tontamente.
-- No lo hago para devolverte el favor, si no porque quiero.
Y tomados de la mano, fuimos hasta a su casa, a lo que era su hogar.
Estuve tres años viviendo con ella. Los más duros, pero los más intensos y reales de mi vida.
Mis padres me buscaron y encontraron a través de uno de mis amigos. Trataron de convencerme de volver. Se multiplicaron en explicaciones, que no tenía sentido lo que hacía, que era otro más de mis disparates, pero yo decidí quedarme. Me trajeron una carta de Miriam, mi novia, donde pedía explicaciones de mi conducta que, por supuesto, no contesté.
Al principio no trabajaba. Estaba todo el día en la villa, con ella. A la noche, cuando se iba a trabajar, deambulaba entre las casillas, me emborrachaba y drogaba con los nuevos amigos que tenía, hasta que no daba más, y luego caía deshecho a dormir hasta la madrugada, en que ella regresaba con el dinero que había recaudado esa noche, hacíamos el amor, y dormíamos hasta el mediodía.
Nos levantábamos, almorzábamos algo – yo aún tenía algunos pesos – y ayudaba al pibe a hacer la tarea de la escuela, mientras ella limpiaba un poco, lavaba y arreglaba la poca ropa que teníamos (la mía era la misma que traía puesta la noche que la conocí), y dejaba pasar el día, chismorreando con las amigas.
Esto duró un tiempo, hasta que se terminó el dinero que tenía. A partir de allí se me presentó un dilema. No podía vivir de ella, ni podía volver a mi casa a pedirles a mis padres que me dieran dinero, pues ellos reprobaban todo lo que estaba haciendo, y para mí hubiera sido rebajarme y volver a mi vida anterior, que había descubierto vacía y sin sentido.
Por todo ello decidí trabajar. Pero ¿En qué? ¡Si yo siempre había sido un inútil, mantenido por mis viejos, y no sabía agarrar ni un martillo!
Comencé a salir por las mañanas con la gente de la villa, hombres, mujeres y niños, para ver qué changas podía encontrar.
Limpié parabrisas de los autos que paraban en los semáforos con chicos que tenían entre 6 y 15 años, pero muchos nos ignoraban y otros nos insultaban. ¡Pensar que esa moneda que a nadie empobrecía, para ellos era la diferencia entre comer o quedarse con hambre! A mí en particular, por mi edad, me insultaban (como yo lo había hecho antes, cuando alguien se acercaba a mi auto), y decían
-- ¡Vago inútil! ¡Buscá un trabajo de verdad!.
¡Como si fuera fácil encontrarlo para quienes estaban preparados, era un imposible para quienes no lo estaban!
Cada tanto se molestaban hasta la villa asistentes sociales y funcionarios públicos, con soluciones forzadas para que los chicos no vagaran por la calle y concurrieran a la escuela. No se les ocurría pensar que los chicos no lo hacían por gusto, sino por la necesidad de esas pocas monedas diarias que ellos conseguían, pues eran el sustento de sus familias, ya que la mayoría de sus padres no tenían un trabajo fijo. Ninguno de estos acomodados funcionarios pensaba en establecer un horario de clases especial para ellos, que les permitiera realizar esas tareas y luego concurrir a la escuela. ¡Era claro que esto implicaba para ellos, un esfuerzo mayor al que estaban dispuestos a realizar, aunque fuera una buena solución momentánea! Momentánea si cambiaban las condiciones económicas, que tenía a los mayores sumidos en la desocupación. En caso contrario, tener una especialización y seguir sin encontrar trabajo, significaría una doble frustración.
Al poco tiempo, y por falta de resultados dejé la limpieza de parabrisas y conseguí una changa para cargar ladrillos en camiones, en un cortadero de ladrillos cercano a la villa, por lo que cobraba $ 2 pesos por carga. A veces llegaba a ganar $ 10 en el día, pero otros días, en que no se vendía nada, volvía con las manos vacías. Esto duró hasta que mi físico, enclenque y nunca entrenado para esa tarea tan pesada, no resistió y tuve que dejar.
Conseguí otro trabajo como peón de albañil, con un salario en negro de $ 10 por día, desde las 7 de la mañana hasta las 7 de la tarde, comiendo apenas un miserable sándwich de mortadela con un vaso de vino en todo el día. Pero en esto tampoco había trabajo siempre. En una semana trabajaba los cinco días, y a la siguiente no lograba trabajar ni un solo día, con lo cual tampoco solucionaba la falta de dinero.
Mientras, ella seguía con su trabajo, del cual yo no tocaba ni un peso. Continuábamos juntos, y ella me alentaba para que no bajara los brazos, para que siguiera intentándolo. Me cuidaba, curaba mis manos lastimadas por el frío, la cal y el trabajo duro, me amaba y mimaba, como si ella no necesitara atención, y siempre aconsejándome que dejara el alcohol y las drogas, que yo seguía consumiendo sin límites por las noches.
Era como una necesidad el estar embotado cuando ella se iba a trabajar en su profesión Necesitaba no pensar que ella pasaba de mano en mano, como una cosa, como un pedazo de carne sin alma. ¿Sería que estaba enamorado de ella? No lo supe entonces, ni lo sé ahora. Solo sé que quebraba mi alma en pedazos el saber que lo hacía.
Un día, un amigo de la villa me aconsejó que probara hacer unos pesos juntando latas de gaseosas y de cerveza, de aluminio, que la gente tiraba por todos lados. Me dio el contacto, a quien había que entregarle todo lo que recogiera a cambio de buen dinero, y tomé la decisión.
Comencé a juntar latitas en una bolsa, recorriendo el centro, revolviendo los basureros, buscando en los desagües, en los canteros de los árboles. Al principio sentía vergüenza, porque donde se encontraba la mayor cantidad de latas era por donde pasaba la mayor cantidad de gente, y me avergonzaba que me vieran mis amigos, mis padres, o cualquiera que me conociera. Pero, para mi sorpresa, pasaron mis amigos, mis parientes, hasta mi ex novia, y nadie se fijó en mí. ¡De golpe comprendí! ¡Nadie se fija en un vagabundo que revuelve los tachos de basura! ¡Parece increíble, pero es así! No tenemos solidaridad ni para una mirada a ese pobre desgraciado que se ensucia las manos con nuestra propia basura. Yo lo había hecho antes también, y ahora lo vivía en carne propia al recordarlo.
Cada tanto la policía se hacía presente en la villa, con todo un despliegue fantástico de hombres y armas, pues ellos tenían tanto miedo como nosotros. Esto nos volvía muy agresivos y peligrosos a todos. A nosotros, porque considerábamos la redada como una intromisión en nuestras vidas. Prácticamente nos “daban vuelta la casilla”, tirando todas nuestras cosas afuera, buscando drogas, armas u objetos robados. Nos humillaban y gritaban, tratándonos a todos por igual, obligándonos a ponernos con las manos en la pared. Y ellos, que estaban tan asustados como nosotros, porque siempre esperaban que de alguna casilla les dispararan, lo que sucedía algunas veces, actuaban con muchísima violencia.
Cuando en la casilla de alguno de nosotros encontraban algo de lo que buscaban, o alguien los agredía con un arma, terminaba la noche en el calabozo, con una buena paliza encima.
Ellos nos amenazaban para que delatáramos a quienes vendían drogas, o tenían armas o alguna cosa robada. ¡Por supuesto, según el código de la villa, el que “soplaba”, tarde o temprano aparecía muerto en algún zanjón! De todos modos no todos tenían armas, y cualquier cosa de valor que hubiera allí, no cabían dudas que era robada, porque nadie le daba crédito a un villero para que comprara un televisor, un equipo de música, o cosas parecidas.
Así pasé esos tres años de mi vida, los más intensos que jamás viví.
Un día, al amanecer, cuando Rosa regresó de su trabajo, yo estaba tirado en el piso de la casilla, totalmente drogado, inconsciente, en muy mal estado. Llamó a unos vecinos, que la ayudaron a cargarme en un taxi, y fuimos hasta el hospital para que me asistieran.
Los médicos dieron aviso a la policía. Cuando estuve en mejores condiciones físicas, me enviaron al Juez, quien ordenó mi internación en un instituto de rehabilitación. Yo quería volver a la villa, a seguir con mi vida, pero Rosa, en una de sus visitas al correccional me pidió, llorando, que tratara de recuperarme, que si no lo hacía por mí, que lo hiciera por ella. La vi llorando. ¡Nadie antes había llorado así por mí! Acepté la decisión del Juez y fui al instituto de rehabilitación, que era una granja en el medio del campo. ¡Fue muy duro! Pero al cabo de poco más de un año logré el alta, con las recomendaciones del caso.
Volví a la villa y a ella, que me recibió eufórica. Varias noches después de mi regreso, mientras se preparaba para salir a su trabajo, le dije que me iría, que me dedicaría de lleno a estudiar y trataría de ser útil desde otro lugar, sabiendo que podía hacerlo. No dijo nada, solo me dio un beso, mirándome profundamente a los ojos, y despidiéndose sin decir palabra se fue, como siempre.
No fue como todas las noches. Tomé el dinero que tenía. Se lo di al pibe, para su madre. Miré a mi alrededor reconociendo cada lugar, cada cosa, cada momento. Y salí de la villa.
Comencé a estudiar Medicina, pues quería ayudar de verdad, como Médico, trabajando en la villa. Alquilé un departamento, solo, con lo que ganaba trabajando en un negocio de comida rápida. No acepté que mis padres me ayudaran, pues no quería volver a mi vida anterior. Dejé el grupo de amigos que tenía, salvo uno o dos que entendieron mi actitud. Hice nuevos amigos, del grupo de mis compañeros de trabajo y de estudios. También frecuentaba a algunos buenos amigos que había dejado en la villa, a los que invitaba a comer cuando el dinero alcanzaba.
Luego de explicarle por todo lo que había pasado, terminé oficialmente con Miriam, mi antigua novia, pues le aclaré que jamás viviremos como nuestros padres, lo que le pareció inaceptable, luego de un momento de dudas, ya que – me dijo - ella jamás viviría cerca de una villa miseria ni aceptaría que su marido se mezclara con “esa gente”.
Pero a Rosa sí la he visto de lejos, en su parada. Nunca más me animé a acercarme o a hablarle. Y sé que ella sabe que la he visto ¡Sé en lo profundo de mi alma, que ella sabe que no puedo olvidarla!