Un día, mientras estaba en la Facultad, descubrí que había perdido el entusiasmo inicial por la medicina, y lo que realmente me interesaba era escribir. Deseaba escribir todo lo que me había pasado, todo lo que veía que pasaba a mi alrededor, que en algún lugar quedara mi historia, y otras que escuchara por allí. Pensaba que, como escritor también podía ser útil, contando las historias de todos aquellos que se esforzaban por sobrevivir, por lo que nuevamente abandoné los estudios universitarios y comencé la difícil tarea de escribir.
Comencé escribiendo pequeños artículos, para un periódico barrial, donde en realidad no tenían fondos para pagarme, pero yo lo hacía por el solo gusto de escribir y publicar mis ideas.
Luego, de un importante diario, pidieron que les hiciera llegar algunos artículos sobre temas determinados, que llegaron a gustarles, por lo que allí sí me pagaban por cada trabajo. No una suma importante, pero sí ayudaba a mis finanzas.
De todos modos, mi sueño era publicar un libro con todas las historias escuchadas, pero para ello hacía falta dinero, mucho, y contactos, para relacionarse con alguna editorial que estuviera dispuesta a editar y distribuir el mismo, y aún estaba muy lejos de esto.
Cierta noche, mientras tomaba un café en el mismo bar de siempre, un hombre de unos 70 años se acercó a mi mesa y, sin preguntarme siquiera si podía hacerlo, se sentó a la misma.
-- ¡Invíteme un vaso de vino y le contaré una historia que nunca conté a nadie!
Mi curiosidad pudo más que cualquier razón que quise darme para pedirle que se fuera, por lo que llamé al mozo y satisfice su pedido.
Luego que el mozo hubiera servido la bebida, comenzó a hablar, sin que yo le interrumpiera más.
-- No siempre tuve este aspecto demacrado, dijo. Alguna vez mi corazón palpitó muy fuerte por una mujer, a la que no supe retener. Ese fue el sino de mi existencia y me transformó en el vagabundo, en el muerto vivo que hoy usted ve.
Y comenzó a contarme lo siguiente...
“Era un hombre de estatura normal, más bien delgado, con algunas canas en mis sienes, que hacían presumirme maduro (en ese entonces cargaba con 45 años a cuestas), un intelectual que no prestaba demasiada atención a su cuerpo.
Mi especialidad eran las relaciones públicas con las empresas, y a eso me dedicaba. El cartel en la puerta de la oficina decía mi nombre con el agregado de mi especialidad. Mi trabajo lograba proporcionarme lo suficiente como para no tener apuros económicos, y vivir holgadamente.
Estaba casado desde hacía muchos años y había apuntalado una familia del estilo que deseaba. Tenía una esposa, hermosa e inteligente, que se ocupaba de toda la casa, de las relaciones con los conocidos, todos de mi mismo nivel económico, y del hijo adolescente, que estudiaba lo que yo hubiera deseado estudiar, por lo cual estaba satisfecho de mi destino.
Había comprado la casa unos años atrás. Una casa grande, en un country, con un hermoso parque, con una arboleda muy frondosa, con piscina que envidiaban mis vecinos, y con una excelente vista, de la que estaba realmente orgulloso.
Por mi forma de actuar se presuponía mi carácter, lo que era cierto y se traslucía en mis actitudes tercas, a veces intransigentes e impulsivas.
Era cerrado, por años y años de crear una muralla tras otra, que generaban una sensación de seguridad, que no tenía, pero que aparentaba, ocultando los miedos que me habían obsesionado durante gran parte de mi vida, con escasas excepciones.
Hasta allí todo se desarrollaba según lo había planeado.
La conocí por marzo, en el comienzo del otoño.
Estaba trabajando en mi oficina, rodeado de papeles, como siempre, cuando mi secretaria la anunció, informándome que quería hablar conmigo, por algún problema que aún no conocía.
Cuando entró fue como si entraran solo unos ojos que todo lo miraban. No pude apartar los míos de los de ella. Era una mirada dulce como el chocolate, cálida como el sol, profunda como una noche de verano. Tendría unos 27 años, más o menos, y un cuerpo muy bien equilibrado, donde se notaba el cuidado de la gimnasia estética. ¿Qué más puedo decir?
A partir de allí todo cambió.
Quedé deslumbrado por ella, así, con solo verla. A medida que más la trataba, más perdidamente enamorado estaba y más la deseaba. Mientras tanto, ella se acercaba, pero se mantenía distante, sabiendo que yo era casado y ella soltera, cuidándose de no mostrar lo que sentía, abiertamente.
Yo la miraba a los ojos y sabía. Estaba seguro que no le era indiferente. Insistí tanto que al final ella accedió a mis reclamos. Le dije tantas veces que la amaba que vulneré su resistencia y demostró sus sentimientos.
Solo una vez la tuve en mis brazos, la sentí mía y me sentí suyo, pero a partir de allí quedé totalmente confundido. Y la confundí, y la lastimé. Todo por miedo a elegir lo que decía mi corazón. Y atendiendo a mi razón, que imponía mi historia, la de mi familia, y de mi situación económica, decidí terminar con esta relación, que recién comenzaba.
¡Qué ridículo e imbécil que fui! ¡Yo, que hice cualquier cosa por tenerla, y cuando lo conseguí, tuve miedo!
Un día, en que nos encontramos a tomar un café, dijo que yo era un monstruo, que conmigo escribió el peor capítulo de su vida, peor que una violación, porque sintió que la había estafado, pero una estafa a sus sentimientos, que es la peor forma de estafa.
Se arrepintió del día en que me conoció porque pensó que la había descartado como a un perro, de una patada.
Sintió, que cuando dije que la amaba, le clavaba un puñal en la espalda, que cuando dije que la elegía, le clavaba otro puñal, y que cada vez que decía algo era peor, pues esperaba otra puñalada. Preguntó por qué hacía promesas que no podía cumplir, si ella no había prometido nada que no pudiera cumplir.
Preguntó por qué había tomado decisiones arbitrarias, dictatoriales, sin siquiera consultarle, sin siquiera pensar en ella cuando decidía.
Pidió una explicación, aunque fuera solo una y ésta fuera una mentira, porque realmente ya no creía nada de lo que yo pudiera decirle, ni nada de lo que dijera la dejaría en paz, ni le daría una explicación de mis actos. Dijo que no entendía nada de lo que había hecho.
Aclaró que se alegraba de no deberme favores y que jamás me los pediría porque no quería deberme nada. Exigió que no me preocupara por nada de lo que le pasara, pues no tenía ningún derecho sobre su vida. Dijo que mi vida era una mentira, una mentira tras otra.
Gritó, ya sin contener el llanto, que de mí no le había quedado nada bueno, que no era posible que le hubiera dejado nada bueno ni nada para recordar. Llorando dijo que arrancaría las hojas de su diario, donde había escrito de su relación conmigo, en la que ella había creído ingenuamente en mí, sin pensar que yo actuaría con tanta maldad.
Para terminar, dijo que era una porquería, se levantó y se fue, dejándome totalmente paralizado, sin reacción alguna.
Lo peor de todo es que así sentía yo que era, en ese momento. Y desde ese día, ese sentimiento me acompañó siempre, fuera a donde fuera, o hiciera lo que hiciera. Nunca más pude quitármelo de encima.
No tuve el valor de atender mis sentimientos, de escuchar a mi corazón.
Sentí miedo de comprometerme con ella porque tenía pavor de mostrar mi interior, porque siempre pensé que esa era una forma de debilidad, y sentía terror de parecer débil.
Le prometí cosas imposibles porque tenía miedo de perderla, y sin embargo la perdí. Le dije lo que decía mi corazón, pero no supe transformarlo en hechos.
Actué con cobardía porque no la escuché cuando decía que entre nosotros solo había imposibles, y seguí adelante a pesar de todo.
La amé más allá de todo lo que pude comprender y, asustado, hice todo lo posible por destruir todo lo que sentía, y destruirla.
Le dije que era la persona más importante para mí, y con mis actitudes le demostré todo lo contrario.
Usando una frase de ella, “En nombre del amor se cometen las peores atrocidades”, yo las cometí a todas, prácticamente sin olvidarme ninguna.
Nunca logré entender porque alguien tan especial como ella, podría sentirse atraída o sentir algún tipo de afecto por alguien como yo.
Solo pude aceptar lo que ella ya pensaba de mí...
Ella dio todo por mí, me enseñó a ver las cosas de otro modo, con otra perspectiva. Por ello es que desde que la perdí, siento que mi alma murió con ella, que soy un muerto en vida.
Después de esto perdí también a mi familia, pues mi mujer se cansó de mis actitudes extrañas y de mi falta de atención hacia ella y hacia nuestro hijo, y me pidió el divorcio. Caí en un estado depresivo, cerré la oficina, y me dediqué a vagar arrastrando mi vida como un vagabundo, hasta hoy, que por primera vez le cuento a alguien mi historia, lo que permitió desahogarme y sacarme este peso de encima, que llevo desde hace tantos años”
Dicho esto el hombre se levantó, casi de un salto, y caminó rápidamente hacia la puerta, desapareciendo de mi vista, e impidiendo cualquier clase de pregunta de mi parte.
Al otro día, mientras hojeaba distraídamente el diario, choqué con la noticia - “Encuentran el cuerpo de un hombre sin vida” “Sospechan que saltó desde la terraza” - y una foto del hombre, que había estado conmigo la noche anterior, de quien ni siquiera sabía el nombre, que llenaba mis pupilas, descalabrado en el suelo, al pie de un edificio.
Allí comprendí que él había dado un salto al abismo, solo para concretar lo que ya era un hecho.
Mientras leía la crónica del hecho pensaba para mis adentros...
“Siente en el cuerpo la sensación de caída.
Ya no tiene miedos, ni miedo a vivir, ni miedo a amar, ni miedo a sentir.
Está llevando a cabo la transformación física de la muerte de su corazón y de su alma, porque por años había sido un muerto en vida”