Un día cualquiera que, como siempre, iba en el ómnibus, de mi departamento a mi trabajo, me senté al lado de una mujer de unos 45 años que, al observarla con más atención, noté que lloraba calladamente. Por curiosidad, pero más por solidaridad con su angustia, le pregunté qué le pasaba, y si podía ayudarla en algo.
Primero, mirándome sin dejar de sollozar, evaluó mi pregunta entre desconfiada y desvalida. Le ofrecí un pañuelo, que aceptó, con el que secó un poco sus lágrimas.
Dejó pasar unas cuadras y luego me dijo:
-- ¡Por venganza y por odio he cometido un error imperdonable!
Esto despertó de inmediato mi curiosidad, y le contesté
-- Si le sirve de algo, para desahogarse, puede contarme qué le pasó que la veo destruida, pues yo aun tengo como una hora más de viaje, y soy muy buen oyente.
Tragó unas lágrimas y comenzó su relato.
“El hombre viajaba siempre en ese horario para ir a su trabajo, por lo que la gente que subía a ese ómnibus era más o menos la misma de todos los días. Tendría unos diez años más que ella.
Era uno del montón, su rostro era común, incluso desabrido. De altura media, cuerpo robusto sin llegar a ser gordo, y ojos sin brillo, no atraía las miradas del resto de los pasajeros, y menos las del sexo opuesto. Nada llamaba la atención en él ni lo diferenciaba del resto.
En el mismo colectivo también viajaba ella, que habitualmente subía a esa misma hora, un par de paradas después que él. Era una mujer de extraordinaria belleza, cabello muy negro y enrulado, ojos oscuros, profundos, que lo atraía y a quien miraba, pero a la que no se animaba a hablar. Ella jamás lo había notado y siempre lo ignoraba, evitando sentarse en el mismo asiento, a su lado. O por lo menos eso creía él
Hasta cierto día en que ella lo abordó.
Lo que no sabía era que la mujer arrastraba un triste pasado. Por las noches, ella se reunía con un grupo de amigos, y recordaban aquellos amargos y difíciles tiempos de la dictadura, en que habían sido perseguidos políticos, hasta que los capturaron. A partir de allí fueron torturados hasta límites impensables. Muchos amigos y parientes no regresaron y pasaron a formar parte de las estadísticas de desaparecidos de aquella negra historia. Ninguno de ellos olvidaba el sufrimiento padecido, ni a quien se los inflingiera, su torturador.
La mujer les había comentado que en el ómnibus en el que ella viajaba habitualmente, creyó reconocer a aquella bestia inhumana, que los torturara en el centro de detención. Estaba casi segura que era ese ser insignificante que la miraba, porque no había olvidado esos crueles ojos.
Una de las características para reconocerlo, recordaban, era una vieja cicatriz que este individuo tenía en la mejilla, y que iba desde la base del ojo izquierdo hasta la parte inferior de la oreja, en forma de medialuna invertida.
Los otros le preguntaron a la mujer si el individuo sobre el que discutían tenía dicha cicatriz. La mujer negó este hecho, pero alguno de ellos acotó que era probable que, con los avances de la cirugía estética, se la hubiera quitado, precisamente para no ser reconocido, en el futuro, por sus víctimas, por lo que dieron como un hecho indiscutible que se trataba del mismo individuo.
Entre todos trazaron el plan y decidieron tenderle una emboscada, para la cual, la mujer sería el sebo, ya que ella les había comentado que éste, el torturador, la miraba con deseo.
El día elegido para comenzar con la trampa, ella se acercó al hombre por primera vez. Se sentó a su lado y le dio motivos para iniciar una conversación. Desde ese día, durante los viajes ella no se separaba de él. Poco a poco fue ganando su confianza. Cuando tocaban el tema de los duros años de la dictadura, él sistemáticamente cambiaba de tema, por lo que la sospecha se acentuaba.
Cuando consideraron maduro el momento para llevar a cabo lo planeado, ella lo invitó a su casa. Él aceptó gustoso, imaginando una noche especial, íntima, sin sospechar absolutamente nada.
Al llegar lo estaba esperando todo el grupo. Cuando entró en la casa lo apresaron, lo desnudaron, lo ataron, y vendaron sus ojos - lo tabicaron - como habían hecho con ellos en su cautiverio.
Comenzaron a torturarlo, con los mismos elementos que su torturador utilizara, en aquellas terribles y nunca olvidadas sesiones.
Le colocaron una bolsa de polietileno en la cabeza, que cerraban alrededor del cuello, hasta que se ponía morado por la falta de aire.
En una batería de auto conectaron un par de cables, con los que rozaban sus genitales, sus ojos y sus encías, provocando cruentos golpes de corriente y dolores indescriptibles.
Lo acostaron en un elástico metálico de una vieja cama, amarrando sus manos y piernas con alambre y, con un cable conectado a la corriente eléctrica de la casa, le aplicaban electricidad al elástico, con lo que su cuerpo se arqueaba casi hasta partirse.
Llenaron la pileta del lavadero con agua y lo sumergieron y sacaron durante horas, para que no se ahogara totalmente, pero lo mantenían el tiempo suficiente para que sus pulmones casi estallaran, y salía con accesos de tos, escupiendo agua, tratando de lograr una confesión y el arrepentimiento de quien consideraban culpable de todo aquel sufrimiento vivido.
Luego de varios días de estas durísimas sesiones de torturas, donde intentaron por todos los medios, que confesara su participación en aquel centro de detención, que él negó sistemáticamente, terminó muriendo a causa del dolor y las heridas recibidas.
Lo arrojaron en un callejón cualquiera, y se dispersaron sintiendo un gran alivio, pensando que por fin habían hecho justicia, por ellos y por todos los desaparecidos de aquella negra historia pasada.
A la mañana siguiente ella volvió a su rutina de todos los días, y a viajar en el mismo ómnibus de siempre. Subió y su cara se transformó en una mueca de espanto cuando vio en el colectivo, sentado conversando con alguien, a un hombre con una vieja cicatriz que éste tenía en la mejilla, y que iba desde la base del ojo izquierdo hasta la parte inferior de la oreja, en forma de medialuna invertida.
Se sentó en el asiento justo detrás de ambos y alcanzó a escuchar, mientras las lágrimas caían por su rostro y el corazón se le encogía de dolor, que el hombre de la cicatriz le decía al otro que él nunca viajaba en colectivo, para no juntarse con la “negrada zurda y subversiva”, pero que acababa de dejar el auto en el taller y que no había logrado conseguir un taxi, por lo que, como se le hacía tarde, decidió subir al ómnibus que venía en ese momento.”
Luego de que estos hombres descendieran del ómnibus, ella no había tenido más fuerzas, y se quedó sentada, llorando en silencio, en el asiento en el que la encontré.