El hombre estaba muy dolorido, doblado por el dolor. La hernia se le había estrangulado esa tarde pero él, muy terco, estaba automedicándose, convencido que podría controlarla.
Ya había tomado un té de boldo, que le preparara su hija. Dos antiespasmódicos, y un relajante muscular. Otro té de manzanilla, para sedar el intestino. Y aguantaba.
Por momentos, el dolor le provocaba nauseas, que lo dejaban exhausto, pero él continuaba en su tesitura que todo comenzaría a ceder, y se sentiría mejor.
Alrededor de las tres de la madrugada, despertó a su esposa, y le pidió que lo llevara urgente a la clínica, pues el sufrimiento era intolerante, y las nauseas lo quebraban.
A pesar de todo, manejó hasta el sanatorio, como pudo, haciendo un esfuerzo muy grande. Lo recibió una enfermera, en la Guardia, quien lo hizo acostar en una camilla y bajarse los pantalones y el calzoncillo. Una vez allí, lo atendió la médica de guardia, quien inmediatamente de verlo, exclamó.
-- Esto requiere cirugía urgente, llamaré al cirujano. ¡Hay que internarlo en este mismo momento!, le ordenó a una enfermera.
La situación no dejaba de tener un tono de comedia, pues todos los presentes eran mujeres, y él con el calzoncillo a la altura de las rodillas. Pensó que nunca había estado desnudo ante tantas mujeres a la vez que, para colmo acomodaban sus genitales para poder palpar la hernia.
La enfermera lo ayudó a vestirse, y con mucho cuidado, entre ella y la esposa, lo llevaron, escaleras arribas, hasta la habitación N° 12, donde lo acostaron. La primera trajo un botellón de suero con un calmante y un anti-inflamatorio, y lo canalizó en vena, luego de no acertarle en un par de oportunidades, lo que le produjo un hematoma. Pero el dolor de la hernia estrangulada era tan grande que la canalización le pareció una caricia.
Y allí quedó, sumido en sus miedos, mientras ubicaban al cirujano que se encargaría de la operación, esperando que llegara el día. El desconocimiento de lo que sucedería lo atemorizaba, y le daba la excusa perfecta para justificar no haberse operado en su momento, con una programación previa.
Cuando su señora se fue a llamar a la oficina, para comunicar la novedad, llegó el médico con una enfermera, quienes nuevamente le hicieron bajar el calzoncillo. Parecía una manía que debía llevar esta prenda en las rodillas. Lo revisó, tratando de reducir la hernia, mientras cavilaba. Una vez hecho esto, mientras él pensaba que escaparía a la operación, el médico dio sus instrucciones.
-- Debe seguir con los calmantes y antinflamatorios, que le coloquen un antibiótico. Llame a la bioquímica para que le haga los análisis de sangre correspondientes, y a la cardióloga para que le haga un electrocardiograma, para tenerlo en condiciones de operar a las diez de la mañana. Que le afeiten el vientre y el campo de operación ¡Faltaban nada más que tres horas para el acontecimiento!
A la media hora ya le habían aplicado el antibiótico y la bioquímica le había extraído sangre para los análisis.
Llegó el turno de la afeitada. Otra vez ¡Calzoncillo abajo! Y otra vez a acomodar los genitales, mientras lo afeitaban. ¿No había nadie que tuviera un poco de compasión por ellos? ¡No eran un juguete, caramba! Le quedó el estomago como la piel de un bebé.
Llegó la cardióloga. ¿Pero es que sólo el cirujano era hombre? ¿Estaba en Amazonia, que todas eran mujeres? No es que tuviera nada contra ellas, al contrario. Pero él siempre estaba con el calzoncillo a las rodillas y todas ellas vestidas. ¡Era injusto! Una ves realizado el electrocardiograma estuvo listo para la operación.
A la hora en punto que le habían informado, llegaron a buscarlo. Lo acomodaron en una camilla con ruedas, y comenzó el traslado a la sala de cirugía. ¿Alguien podría describir un paseo como éste? Lo llevan acostado, mirando el techo, por lo que, la única forma de poder regresar solo, sería mirando las luces del cieloraso, con el riesgo de atropellarse algo.
Una vez dentro de la fatídica sala, lo pasan a la mesa de operaciones, una tabla dura y fría, en donde uno siente la insignificancia de ser el protagonista.
Llega el anestesista, nuevamente abajo los calzoncillos, y con ayuda de una enfermera lo hacen sentar, con las piernas estiradas, obligándolo a doblarse hacia delante todo lo que más pueda, para colocarle la anestesia peridural ¡La peridural! En ese momento el hombre solo recuerda el único caso que le contaron, del amigo de la hermana de la vecina del cuñado del señor de la vuelta, que quedó paralítico por la peridural. Jamás recordará los millones de operados a quienes les colocaron esta anestesia, y no tuvieron ningún problema. Un sudor frío recorre su espalda, los dientes le castañetean, siente el ruido, amplificado por el miedo, que hace la aguja entre sus vértebras.
Una vez llevada a cabo esta acción, lo recuestan, le indican que abra los brazos sobre dos extensiones laterales de la mesa, y le atan manos y piernas. ¿Pensarán que podría escaparse sin pagar? ¿Anestesiado, sin calzoncillos y con una bata verde muy cortita que deja visible sus partes púdicas, podrá llegar muy lejos?
En un brazo le conectan un aparato para medir las pulsaciones y la tensión arterial. En el otro lo mantienen canalizado, inyectándole suero con vaya uno a saber que otras porquerías. Colocan una sábana entre él y la zona donde será operado. Comprueban que haya hecho efecto la anestesia. Y comienzan a calarlo como a una sandía.
Cuando todo termina, el hombre está en un estado de somnolencia que le impide pensar con claridad, aunque siente la alegría que todo haya acabado sin problemas. ¿Qué más puede pedir? Ahora solo queda el postoperatorio, la comezón del vello creciendo, el cuidado de la herida, y por fin, podrá decidir cuando y como bajarse los calzoncillos.