Hace mucho, pero mucho tiempo atrás, cuando solo existían las rosas blancas, un hombre, perdidamente enamorado de una bellísima mujer de intensos ojos verdes y de cabellos dorados, decidió cortar una de estas rosas, y regalársela a quien era la dueña de sus sueños.
Se acercó el hombre a la planta, buscó con mucho cuidado el más hermoso pimpollo, y con el filo de una piedra cortó el tallo de la flor, separándola del rosal. Una vez hecho esto, corrió en busca de su amada, para entregarle tan preciado tesoro, sin haberse precavido de quitarle antes las espinas.
Cuando llegó hasta donde estaba la mujer, le dio la blanca rosa en prenda de su amor, acompañándola con un beso.
Ella tomó el delicado regalo entre sus manos, mirando fascinada y, a la vez enamorada, alternativamente al hombre y a la flor, sin percatarse del acecho de las afiladas puntas que se escondían entre las hojas.
Una de éstas lastimó el dedo de la desprevenida, quien observó asustada como manaba abundante sangre y, sin quererlo, rozó los blancos pétalos, que comenzaron a teñirse de rojo. Ante esta situación, el miedo se apoderó de ella y soltó tan delicado presente, cuya blancura se perdía por el oscuro color del vital líquido, dejándolo caer a la tierra fértil.
Pasaron dos años y la pareja regresó al mismo lugar donde ocurriera aquel desgraciado percance y vio, con gran sorpresa, que donde cayera la rosa blanca, con sus pétalos tintos en sangre, había crecido una planta de hermosísimas rosas rojas.
Él, con todo cuidado, cortó la más bella de todas, le quitó una por una las espinas, y se la regaló a ella.
Desde ese entonces el hombre, cuando está enamorado regala una rosa, roja de pasión, a la mujer que ama.