Estaba en el mismo bar de siempre, en donde martes y jueves, a la misma hora, nos encontrábamos con mi hija.
En esa mesa, que casi ya es mía, por hábito, por uso, en el rincón contra la vidriera que da a la calle, enfrentado con la pared de espejos que devuelven mi imagen gastada de experiencias vividas, y a la que no quiero dedicarle más que una rápida mirada, casi de espaldas al resto del pequeño mundo del lugar, ese jueves, que estaba bastante desanimado, compartíamos el habitual café y la conversación íntima de esas tardes.
Ella se acercó despacio, sin hacer ruido, como respetando mis pensamientos perdidos. La percibí a mi lado, más que verla. Cuando giré la cabeza hacia donde estaba parada, comenzó con su estudiado monólogo.
-- Disculpe señorita, disculpe caballero, que distraiga su atención. En mi casa somos seis hermanitos, mi madre no tiene trabajo y no tenemos nada para comer.
Hizo una breve pausa, respiró profundamente y continuó
-- Quisiera pedirle a usted, si fuera tan amable, que me ayudara con una moneda.
Dicho esto, quedó en silencio, esperando mi reacción, y recuperando el ritmo de su respiración.
Su figura delgada, vestida con su humilde, pero limpio y bien cuidado vestido, que llegaba por debajo de sus flacas rodillas, con su pelo lacio, negro y largo, cayendo más abajo de sus hombros, se erguía a mi lado, quedando ambos a la misma altura, yo sentado y ella de pie.
Y unos ojos oscuros, de mirada intensa y vivaz, dulces a pesar de su situación, se clavaron en los míos.
Estaba realmente sorprendido por la claridad, la soltura y la perfección de su discurso, y por la fuerza y la profundidad con que me miró.
Eché mano al bolsillo y le entregué una moneda que tomó en su manita, tan pequeña.
Antes que se fuera la detuve un momento y le pregunté
-- ¿Cuál es tu nombre?
-- Celeste, respondió rápidamente.
--¿Cuántos años tienes? Volví a preguntar
-- Siete, contestó amablemente.
Y se alejó hacia otras mesas, a repetir su triste alegato de pobreza infantil.
Muchas otras veces la encontré en el mismo bar, recitando su letanía, pero esa tarde, en la que estaba abatido por el desánimo y la angustia, ella fue la breve y dulce compañía que acabó con mis tristes pensamientos, logrando reconciliarme con la vida cuando, a través de sus ojos transmitió paz a mi alma atribulada.