FOTOGRAFÍAS
“No tengo explicaciones”, grité, pero creo que la furia la había vuelto sorda, y tal vez un poco ciega, porque me arrojaba las fotografías a la cara sin que ninguna de ellas pudiera tocarme.
“Simplemente sucedió”, dije, mientras me defendía de sus golpes, que llovían sin provocarme dolor alguno. Esperaba que se cansara de gritar, de pegar, de llorar, pero Sara se multiplicaba en cada acción.
Desde el piso Carmen sonreía. Desparramadas las fotos y ella dentro, sonriendo. Elaboré un gesto íntimo, cómplice. Recuerdos. ¿No somos sólo los recuerdos que tenemos? Los coleccionamos con anhelo de convertirlos en un presente continuo, en una indecisión constante de vivir sólo en uno. Yo amaba a Carmen. Pero Sara estaba en el medio, recordándomelo con un cachetazo que me devolvió a su momento más iracundo. La sujeté de los brazos con fuerza suficiente como para inmovilizarla. Trató de darme un rodillazo en los testículos que fue a parar a la ingle. La di vuelta abrazándola con fuerza. La contuve tres incontables minutos, su musculatura pareció entender la inutilidad del esfuerzo. Lentamente se relajó, llorando, insultándome, como si no conociera la palabra resignación. La fui soltando despacio, sedando cada movimiento. Su cuerpo se desmoronó, ocupando el espacio del piso.
“No me dejes”, susurró.
“No voy a hacerlo. ¿No quedaste embarazada para eso? ¿Acaso no inventaste este momento para atraparme, y condenar a tu hijo a una farsa donde todos estamos encerrados?”. Estaba comprimido por la tensión. Necesitaba humedecer mis ideas fui al baño y mojé mi cara.
Sara recogió cada una de las fotos con rapidez y eficiencia militar. Sin consultar el contenido de esas pequeñas celdas de memoria. Se apresuró en ir a la cocina.
Aún estaba en el baño cuando sentí el olor de algo quemándose. Me acerqué, el humo era de las fotos disolviéndose en el fuego. Sara me percibió, dedicándome su más perversa mirada.
“No podés quemar mi memoria”, le recalqué. Me di vuelta y me fui. Ella subió la hornalla al máximo.
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