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Contos-->ceceo -- 27/05/2002 - 22:47 (Fernando Olszanski) Siga o Autor Destaque este autor Envie Outros Textos
Ceceo

“¿Cómo que tengo problemas para hablar?”
“Sí, tiene un ceceo, pronuncia las eses como zetas, y las ce como eses.”
“Pero yo quiero ser policía, no profesor de lengua.”
“Por eso mismo, debe tomar clases con un profesional para corregir ese defecto; si quiere ser un servidor público, tiene que hablar correctamente.”
Así de explícita fue la orden del foniatra del hospital “Churruca”. Debía corregir mi ceceo si deseaba vestir el uniforme de la Policía Federal. Todo por las benditas comunicaciones.
El “160” dejaba Pompeya y me resistía a creer lo que había escuchado. Pasábamos por Lanús y yo con las muelas apretadas de bronca. En Lomas empezaba a ser consciente del retraso en la habilitación para el examen de ingreso. Al fin en Temperley me bajé y decidí caminar las trece cuadras que me separan de mi casa. Un poco para gastar adrenalina, otro tanto para hacer correr la sangre, pero sobre todo, para calmar la bestia interna.
El viejo estaba en casa cuando llegué, le conté el problema que tenía, necesitaba usar su Obra Social, que por ser menor todavía me cubría. Él tenía que ir esa misma tarde a la clínica, le pedí que me sacara un turno con algún ‘especialista’.
“Mi hijo tiene problemas para hablar,” habrá dicho mi padre para solicitar la consulta, le dieron fecha con el doctor García Cuevas.
La tensa espera duro tres días. Estaba ansioso por liquidar el trámite, resuelto me dirigí a la clínica. Paso firme, actitud recta y las manos transpiradas. Le avisé a la recepcionista que tenía turno con el doctor García Cuevas; me indicó el consultorio trece. El médico ya se encontraba atendiendo.
Con la orden de atención en la mano, busqué el numero en las puertas. En la trece estaba la leyenda “Dr. García Cuevas, siquiatra”. Debía haber un error, igualmente me apresté a constatarlo. Tomé asiento en la sala vacía. Mientras jugaba con los papeles en la mano, también los humedecía. Me sorprendió la apertura de la puerta mencionando mi nombre. Pesadamente dejé el banco y crucé el pequeño espacio que nos separaba. Me recibió toda la humanidad del médico. Éste era decididamente petiso, profundamente calvo y estrechamente gordo. Tenía los ojos disparados en distintas direcciones, amparados por un marco de anteojos plástico enorme; la barba en estilo candado, extrañamente sin bigote.
Observándolo detalladamente le ofrecí mi derecha para saludarlo; la aceptó y luego se dirigió a su sillón contoneándose expresivamente. Aún de pie dudaba de la realidad presente; hasta que soltó una frase.
“Bueno, usted dirá.”
“Disculpe doctor, ¿Usted es siquiatra?”
“Sí -contestó convencido de la respuesta.”
Con una risita nerviosa, como entendiendo una broma en la que recién se cae, le dije:
“Mire, yo no necesito un siquiatra, debe haber una confusión.”
Él a su vez, también sonrió, comprensivo, relajado.
“Eso mismo dicen todos.”
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